VIRNA
Y ERNESTO / CINE
SANTIAGO
ALVAREZ
Por
Juan Antonio García Borrero.
Para la historiografía
clásica cubana, los años sesenta del siglo veinte simbolizan
el período de máximo esplendor del cine cubano. Los historiadores,
más atentos a lo que este cine representó en el imaginario
común de un mundo por entonces decidido a encarar rupturas radicales,
que a lo que las imágenes mismas estaban proponiendo, suelen hablar
de ese decenio como “la década prodigiosa del cine cubano”.
En esencia, creo que es cierto; sin embargo, una relectura aguda de lo
producido en esa etapa, probablemente arroje resultados contradictorios,
aunque a mi juicio, menos fascinados con las leyendas del momento: en
realidad, desde el punto de vista cuantitativo y también cualitativo,
los sesenta significaron para el cine cubano una fecha de aprendizaje,
de mucha experimentación y abundantes (y lógicos) fracasos
en la ficción, y de hecho, es solo en las postrimerías que
se consigue la madurez. En todo caso, “lo prodigioso” de este
primer período lo aportó el aspecto documental de esa producción,
indiscutiblemente encabezada por Santiago Álvarez, y cuya influencia
igual podía advertirse en lo mejor de ese cine de ficción
que por entonces se estaba consiguiendo.
Santiago Álvarez fue otros de esos rebeldes sin pausa que, en los
sesenta, se empeñaron en cambiar el mundo. Su caso sigue resultando
excepcional, incluso cuando se mira el hecho de que comenzara su carrera
cinematográfica a los cuarenta años. Había nacido
en el callejón de Espada número 8, altos, La Habana, el
8 de marzo de 1919. Su padre era asturiano y su madre de Salamanca. A
las catorce intentó aprender el oficio de cajista y de linotipista
en una imprenta, y a los diecinueve marchó a Estados Unidos donde,
según sus propias palabras, fue “minero, fregador de platos,
corrector de pruebas, pulidor de metales y por último –antes
de que intentaran reclutarme para su ejército-, vendedor de ropa
interior de mujeres. Regresé en 1941”.
A diferencia de los otros grandes fundadores del nuevo cine cubano (Tomás
Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa), Santiago Álvarez
no mostraba antecedente alguno en el orden fílmico una vez que
triunfa la revolución de 1959 y se crea el Instituto Cubano de
Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Su vínculo con
la creación artística hay que rastrearlo en la década
del cincuenta, con su ingreso a la emisora CMQ, y sobre sus inicios él
mismo ha recordado:
“Tengo cuarenta años cuando triunfa Fidel y comienzo a hacer
cine. Me sorprendo a mí mismo cuando hago el noticiero dedicado
a Benny Moré cuando él muere. Ahí veo por primera
vez el traslado de mis sentimientos al cine. Veo el lenguaje del cine
sirviendo para expresarme. Veo mi emotividad reflejada.”
Los dos primeros documentales de Santiago Álvarez que aparecen
en su filmografía fueron codirigidos: “Escambray” (1961),
junto a Jorge Fraga, y “Muerte al invasor” (1961), al lado
de Tomás Gutiérrez Alea. En el primero se habla de la lucha
desatada entre revolucionarios y grupos de alzados que intentaban derrocar
el nuevo poder; en el segundo, se aborda la fracasada invasión
a Cuba por Playa Girón, a partir de lo filmado por Tomás
Gutiérrez Alea y los camarógrafos Julio Simoneau y Pablo
Martínez en el propio lugar. En este sentido, el noticiero sobre
Benny Moré a que se refiere ocupa en verdad un tercer lugar en
su filmografía. A pesar de que el mismo incluye imágenes
de Fidel en una exaltada alocución en la sala del cine Chaplin
(La Habana), a propósito de una reunión del Partido Unido
de la Revolución Socialista, así como abundantes planos
de Ernesto Che Guevara en un corte de caña, y del entonces presidente
Dr. Osvaldo Dorticós en uno de sus discursos, es ciertamente el
último segmento, dedicado a registrar el impacto de la muerte de
Benny Moré el que sigue prendido en la memoria.
Vale advertir que el Noticiero ICAIC había surgido con un objetivo
claramente político, al intentar contrarrestar las crónicas
que informativos como “El Nacional” o “El Noticiero
América” emitían con un tono no exactamente pro-revolucionario;
sin embargo, si bien en un inicio se pronuncia por una estructura convencional
(mensajes de actualidades comentadas en off), muy pronto pone en evidencia
el deseo de experimentar con las imágenes, y concederle a las noticias
una textura capaz de garantizar la perdurabilidad más allá
de la exactitud del hecho.
Tal vez sea eso lo que pasa con esos pocos minutos dedicados a Benny Moré:
se suceden los planos del cantante en plena actividad, e intercalados,
los rostros desconcertados, adoloridos, de quienes todavía no comprenden
que la muerte les haya podido arrebatar la presencia física de
quien se adivinaba en la cúspide la de la inspiración, y
como denominador común, la voz del mito, resaltando las emociones.
Santiago Álvarez ha dicho sobre ese instante creativo:
“Conocí a Benny en CMQ. Había que hacer una guardia
semanal como chequeador de estudios. Benny llegó con unos tragos.
No lo reporté. Se supo y uno de los Mestre me llamó, yo
lo negué pero me amonestó. Benny se enteró y un día
nos encontramos en el bar de Radiocentro y nos hicimos amigos. Nos veíamos
poco. Cuando muere hago ese noticiero. Uso la música, su música,
con una intención narrativa y de montaje que nunca antes había
hecho. Fijo resortes de lenguaje, descubro valores de la banda sonora,
me doy cuenta que no sólo la imagen es importante, empiezo a combinar,
a montar, para lograr asociaciones. Recibí algunas críticas
en ese momento, pero sentía que había algo nuevo, diferente.
Es un noticierón de punto de giro para mí, y lo hice con
una gran pasión, con emoción.”
Quizás de manera involuntaria, Santiago Álvarez estaba desafiando
con su manera de hacer el noticiero en aquel instante, uno de los problemas
teóricos que todavía hoy, siguen dando que hablar, y que
pudiéramos resumir en esta interrogante: ¿puede el documentalista
darse el lujo de lo emotivo?, ¿no es acaso la frialdad de la razón,
a contrapelo de los desbordes de la emoción, lo que garantiza esa
áurea de objetividad que acompaña al documental desde sus
inicios?, ¿no ha de ser el documental paradigma de verosimilitud,
modelo de una exposición donde la realidad aparezca sin los afeites
típicos en el cine de ficción?. Aquel noticiero estaba revelando
la especial sensibilidad de Santiago, desarrollada a plenitud en “Ciclón”
(1963), ese documental que colocara a la cinematografía cubana
en el mapa del cine mundial, al obtener una docena de premios internacionales.
“Ciclón” pudo haber sido uno de los tantos reportajes
realizados en torno a una de las peores catástrofes que ha azotado
al país (el paso del huracán Flora en octubre de 1963, hostigando
las zonas orientales). No obstante filmarse indistintamente por camarógrafos
del ICAIC, del Noticiero de la Televisión y los Estudios de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias, la cinta es dueña de una uniformidad
de tono que a ratos roza lo pesadillezco, muy en congruencia con el incidente
que se intenta retratar.
Santiago parece proponernos un dilema de ribetes éticos, pues en
casos cómo estos, ¿es válido que la cámara
asuma el rol de un voyeur fílmico de la desgracia humana?. Sin
embargo, Ciclón está bien lejos de compartir las intenciones
de esos reality show que en la actualidad abundan en tanta televisión
adolescente; su mirada se centra en un aspecto de la tragedia humana,
pero no es el morbo nacido de la observación distante e insensible
del espectador la que determina la eticidad última, sino en todo
caso, el compromiso personal de quien se sabe parte de la afectación.
El uso inicial de la voz en off del locutor describiendo los logros colectivos
del país, y la exposición de esas imágenes pre-ciclón
preparan de manera muy inteligente la atmósfera de tragicidad que
se irá viviendo in crescendo, y en este sentido es que puede hablarse
de Santiago como el artista (no el mero periodista), capaz de descubrir
esos hilos íntimos que movilizan al espectador de cualquier parte
del mundo ante la grave realidad que se ofrece.
Debe haber sido con “Ciclón” que en Santiago Álvarez
comenzó a ganar conciencia la certidumbre de que en un documental
no bastan los testimonios (por impactantes que sean) para obtener la relevancia.
A partir de entonces, su cine fue todo un alarde de imaginación,
una búsqueda sorprendente de soluciones propiamente cinematográficas,
que se apartaron de manera premeditada de esa pretensión literaria
con que muchas veces el documental intentó ganar estatura ante
cierta zona de los críticos: consciente de ello, supo prescindir
del sonido a la hora de filmar (“Ciclón”;” Cerro
Pelado”/ 1966; “Hanoi Martes 13”/ 1967), o utilizó
material gráfico que ya existía para armarnos nuevas y auténticas
historias (“L. B. J.”/ 1968). Su fuerte fue el mestizaje de
técnicas, el rechazo a la primacía de esa falsa solemnidad
con que algunas películas del momento intentaban recubrir la denuncia
anti-imperialista. La sátira se convirtió entonces en su
más efectivo modo de expresión, mientras la edición
adquiría el estatus de más valor dentro de todo el proceso
creativo.
“Now” (1965) acaso sea la consagración de ese estilo
raigalmente cinematográfico, donde la importancia del montaje adquiere
visos descomunales. Apelando a la fotoanimación, al collage de
imágenes de archivos y a una banda sonora conformada por la versión
al inglés que Lena Horne hace de la canción israelí
“Hava Nagila”, Santiago Álvarez logra construir uno
de los alegatos antirracistas más intensos que se recuerdan en
el cine latinoamericano de la época; el principal valor que aún
le veo a una obra como “Now” (para muchos, una anticipación
del actual video-clip) está en la envidiable economía de
recursos de la que hace gala su director, pero economía no solo
en el plano de costos de producción, sino de recursos propiamente
lingüísticos en el ámbito fílmico.
No recuerdo otro documental en el cine cubano que desborde tanta sensualidad
a la hora de saborear la posible llegada de una utopía como la
que anuncia el filme, y que de alguna manera algo ingenua, pregona el
propio texto en inglés: la anulación del racismo. Han existido
otros documentales sobre el mismo asunto, incluso cabría hasta
decir que igual de hermosos, mas Santiago Álvarez parece aún
insuperable en su maestría a la hora de prescindir del tono moralizante
de un locutor, o la búsqueda de personajes que enfatizaran con
sus palabras lo que la imagen ya estaba sugiriendo en sí misma.
Mientras que otros documentalistas de la época se pronunciaban
por el abuso del cine encuesta, o la filmación fría en los
lugares donde acontecen los hechos, muy dentro de la tradición
impuesta por Flaherty y compañía, Santiago Álvarez
termina depurando ese estilo que alguna vez llamara “documentalurgia”,
y en el que cada vez se hace más precisa su capacidad para hacer
del montaje (visual, pero sobre todo sonoro) el vehículo a través
del cual transmitir su mensaje. “Hanoi, Martes 13” (1967),
“L.B.J.” (1968) y “79 primaveras” (1969) devienen
paradigmáticas de ese método de representación; son
aún obras impresionantes porque en ellas uno advierte que vibra
el compromiso de un hombre (no de un frío relator de supuestas
verdades) empeñado en hacer valer su punto de vista, de allí
que sea posible detectar ironías, deslumbramientos, dolores, alegrías,
resentimientos, esperanzas, amores, y todo ese largo cúmulo de
pasiones que nos va conformando como seres humanos en la vida, aunque
luego nos veamos obligados a mostrar en público un solo perfil
de nuestra personalidad.
Quizás sea ese desenfado el que más se extraña en
la segunda mitad de la obra de Santiago Álvarez, donde lamentablemente
hay una mayor querencia de “objetividad”, y un exceso de didactismo
que sus primeras obras habían sabido eludir con muchísima
suerte. Sus documentales posteriores hablaron de las visitas de Fidel
por países de África, Europa Socialista, zonas liberadas
de Viet Nam y Moscú (“Y el cielo fue tomado por asalto”/
1973; “Los cuatro puentes”/ 1974, “El octubre de todos”/
1977; “Y la noche se hizo arcoiris”/ 1978, “El sol no
se puede tapar con un dedo”/ 1976), y también de las luchas
de liberación en países como Mozambique (“Maputo Meridiano
Novo”/ 1976) y Angola (“Luanda ya no es de San Pablo”/
1976).
Santiago Álvarez seguía consciente del rol movilizador que
aún podía jugar el cine en un contexto como el del Tercer
Mundo, pero ya no se empeñaba en ser solo cronista de lo que estaba
pasando, sino también de alguna manera, ser un cronista de lo que
a su juicio estaba fatalmente condenado a suceder. Una suerte de profeta
fílmico. Y esto le hizo perder en no pocas ocasiones el sentido
de la síntesis, la sutileza, pero sobre todo, de la novedad. Su
cine se hizo más retórico, si por este hemos de entender,
más predecible. Otros han visto en la desmedida voluntad celebrativa,
que apenas repara en los matices, la principal limitación del documental
tardío de Santiago Álvarez. Esa es una opinión, pero
no un argumento, pues la primera parte de su obra jamás escapó
del compromiso incondicional con la Revolución, y sus valores estéticos
siguen perdurando.
Ahora, ¿cómo leer hoy una documentalística que en
los tiempos actuales pudiera parecer anacrónica y hasta irreal,
al apoyarse sobre todo en el poder sugestionador de una utopía
cuya consagración parecía, por primera vez, al alcance de
las manos del hombre?. Supongo que serán los realizadores cubanos
de las nuevas generaciones (esas que creo que todavía no han nacido,
y que estarán libres de cualquier prejuicio extra-artístico)
los que estén en mejores condiciones de evaluar el tremendo legado
de Santiago Álvarez.
Allí permanece su raro sentido para hacer de lo aparentemente nimio
algo descomunal, y por si ello fuera poco, allí están esas
imágenes de nosotros mismos, esas imágenes invisibles que
en el fragor de la vida diaria jamás se consigue captar en su esencia.
No hablo ya solamente de la imagen del cubano, sino del Hombre-todo que
ha vivido este segmento de la Historia. Hace poco descubrí esta
bellísima reflexión de Patricio Guzmán: “un
país, una región, una ciudad, que no tiene cine documental,
es como una familia sin álbum de fotografías”. Es
una sentencia que me ha hechizado porque, de manera involuntaria, me ayudó
a entender de un tirón la naturaleza y origen de mi gratitud como
cubano, ante la obra de un artista como Santiago Álvarez.
Por
Juan Antonio García Borrero.
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