VIRNA
Y ERNESTO / CINE
RAYMOND DEPARDON.
LA DISTANCIA JUSTA PARA LA CAMARA
Por
Blogs & Docs
Raymond Depardon es uno de los nombres indispensables
en el cine de lo real contemporáneo. La distribuidoraIntermedio
edita, por primera vez en España, cuatro títulos de su filmografía,
con material adicional donde el autor habla de sus obras.
Las películas seleccionadas son San Clemente (1980-82), sobre la
vida en un manicomio mal atendido por el estado italiano, Urgences (1987),
sobre la cotidianeidad en un hospital psiquiátrico de urgencias,
Délits flagrants (1994), acerca del proceso de detención
de gente por delitos menores y 10ème chambre: instants d’audience
(2004), una inmersión en un tribunal parisino también de
delitos menores.
Depardon nació en un ambiente rural (Villefranche-sur-Sauve, cerca
de Lyon, 1942) pero su pronta pasión por la fotografía le
llevó hacia París, donde rápidamente destacó:
contratado por importantes agencias, empezó a viajar y a publicar
en revistas de prestigio. Poco después entró en el mundo
audiovisual cubriendo conflictos bélicos y filmando tres reportajes:
Venezuela (1963), Israel (1967) y Biafra (1968), pero sin abandonar la
fotografía. En 1966 fundó su propia agencia (Gamma) y siguió
– hasta hoy en día – combinando esta doble faceta:
en 1969 culmina su primer cortometraje documental, Jan Pallach, y su primer
largo en 1974, 50,81%, película que fue censurada. Actualmente
ha terminado 17 largometrajes, más de 20 cortometrajes y está
considerado uno de los fotógrafos más destacados del siglo
XX.
En sus documentales empezó recibiendo una fuerte influencia del
free cinema norteamericano. Realizó un cinéma direct tardío,
a menudo con incursiones personales, desmarcándose de la línea
inicial (Maysles, Wiseman) y demostrando desde el principio su talento
innato para cazar momentos y situaciones desde una mirada original. Su
cine ha ido evolucionando, dando paso a una depuración formal,
a la observación y al subjetivismo frente la acción y la
espontaniedad de sus inicios.
DELITOS FLAGRANTES
Los dos filmes de Depardon sobre la justicia mantienen una fuerte unidad
en intereses e intenciones. Como si uno fuese secuela del anterior. 10ª
sala retoma el recorrido judicial allá donde lo había dejado
Delitos flagrantes, en la puerta de la sala de audiencias públicas
del tribunal. Ambos filmes inciden en aquello que ya señalara Serge
Daney en los años 80: “Y he aquí, que desde hace algunos
años, Raymond Depardon, fotógrafo y cineasta, ha franqueado
el paso y encuentra de repente la buena distancia entre la fotografía
y el cine. Su inteligencia ha consistido en primer lugar en filmar lo
contrario de lo que fotografía. Fotografiaba individuos, filmará
instituciones” (1). De eso es de lo que tratan Delitos flagrantes
y 10ª sala, de encontrar el modo justo de filmar el procedimiento
de una institución, de encontrar la distancia justa para la cámara.
Delitos flagrantes deja esto claro desde el inicio. El primer plano fija
el edificio del Palacio de Justicia en un plano frontal, emblemático.
Designación del lugar del drama y del verdadero protagonista del
filme. Depardon opta en las salas por utilizar un plano prácticamente
inmóvil, que sitúa de perfil al sustituto del fiscal (en
algunos casos también al abogado, aunque en este momento del procedimiento
sea una figura menor) e imputado del delito. Un plano profundamente efectivo,
riguroso, que pone en valor lo fundamental: la escucha, la palabra. Un
plano justo, puede ser, pero al mismo tiempo un plano esencialmente cruel.
Depardon sostiene que este esquema sitúa al espectador en un lugar
intermedio entre juez y enjuiciado. Hay pocas películas que, desde
la mayor economía de medios, exijan más actividad del espectador,
obligado a masticar cada sonido, cada gesto, e inevitablemente a juzgar,
a posicionarse en uno u otro lado: en la compasión o en el deseo
de castigo, puntualiza el cineasta.
Pero a pesar de las apariencias, el lugar escogido no es neutral. La objetividad
de la cámara duplica el discurso institucional de objetividad,
oculta la presencia de un desequilibrio de poder, fundamentado en un desequilibrio
de saber entre las dos personas que se enfrentan. El primer careo es una
perfecta muestra, hasta elevarse casi a metáfora del filme completo.
Allí asistimos a algo que difícilmente se ofrece a la visión:
la toma de conciencia de la gravedad de un acto, que hasta entonces se
creía banal. El detenido, un joven acostumbrado a salir sin castigo
de los juzgados, toma la entrevista como un juego, bromea, en la creencia
de que unos minutos después estará en la calle. Error fatal
que irrita a la fiscal, ya que su actitud está fuera de lugar,
no concuerda con la solemnidad de la situación. Entonces el joven
encara la posibilidad de ir a la cárcel, y se derrumba ante nosotros,
mientras Depardon filma implacablemente el cambio, lo que va de un estado
al otro.
Filmar siempre dos tipos de cuerpos, heterogéneos entre sí:
uno que conoce las reglas del juego y otro que nunca encuentra su sitio
en la función, que intenta estrategias diferentes, que es descubierto
en su falsedad y se retracta, o que trata de resistirse al procedimiento,
que entonces continúa por encima de él como una apisonadora.
Un “cine de la crueldad”, como el definido por Bazin: aquel
en que lo heterogéneo se reúne en un mismo plano (rechazo
del “montaje prohibido”), y en donde esa reunión conlleva
un peligro real para una de las dos partes. La justicia, también,
como teatro, donde se trata de jugar unos roles de la mejor forma posible.
“No la verdad, sino la verosimilitud”, dice un abogado en
el filme. Como señalaba Serge Daney, Depardon como continuador
de Balzac en la puesta en escena de una “comedia humana”.
O, en palabras de Gonzalo de Lucas, una sala de vistas como caja de resonancia
del conjunto de lo social, como nos dice en el texto de presentación
de la edición de Intermedio. Continúa Daney el texto: “Las
filmará [las instituciones] como grandes cuerpos agitados por micro-movimientos
entre la mentira estructural y la sinceridad del detalle” (2). Una
afirmación que se invierte Delitos flagrantes. Habría que
decir: la mentira del detalle, y la verdad de la estructura. La emergencia
de una verdad judicial, que va más allá de los esfuerzos
del individuo por imponer la suya propia, siempre precaria.
Divergencia de actitudes, también, en la relación con la
cámara, presente en el fuera de campo (el mismo lugar desde el
que un policía vigila el buen funcionamiento del procedimiento).
Escuchamos la queja de la abogada Agnès Tricoire: “Estos
filmes me indignan literalmente porque pretenden filmar con su consentimiento
a personas que no están en estado de consentir, y que piensan bien
que la cámara es obligatoria y que, si dicen que no, agravan su
caso, incluso si se les explica lo contrario, bien que la cámara
los podrá ayudar, porque ella será su testigo. Cuando es
evidente que el filme no cambia nada del enjuiciamiento del que son objeto”
(3) . Por eso, los acusados interpelan continuamente a la cámara,
hacen guiños, la miran mientras esperan el discurso del otro. La
cámara como falso cómplice, ignorado por abogados y fiscales,
que no tienen necesidad de buscar ningún apoyo fuera de la legitimidad
que les otorga la ley. La cámara, también, como lugar vacío,
que no puede devolver esa mirada.
Pero hay un punto de flaqueza en el planteamiento cartesiano de Depardon.
Este viene con una de las detenidas, llamada Muriel (nombre falso, por
supuesto). Ocurre a veces en el documental que una de las personas filmadas
logra una empatía especial con la cámara, que roba las escenas
en que sale, y que amenaza con llevarse el filme a su terreno y desestabilizarlo.
Aquí el director tiene dos opciones: o seguirlo, o domesticarlo
en la dinámica del filme. Lección esencial del cine de Jordá,
que si tiene algo de singular es lanzarse a tumba abierta en estas ocasiones,
despreciando absolutamente lo perjudicial que pueda tener para el filme
como objeto. Muriel es uno de estos casos singulares. Y lo es en parte
porque rompe con la distribución de saber imperante en el resto
del filme. Muriel declara su culpabilidad ante el gabinete psicológico.
Nos hace partícipes de su secreto, que después ocultará
ante el abogado y la fiscal. Ya no se trata de juzgar las palabras en
paralelo a la institución “justicia”, sino de entrar
en el juego de máscaras de la ficción, del suspense, y con
él del drama. Muriel se convierte en el transcurso de tres largos
planos en una figura trágica, que el espectador sospecha ya condenada,
cuya única esperanza –según el abogado –consiste
en construir un personaje (otro más) que despierte la piedad de
sus jueces. Ivan G. Ambruñeiras.
10ª SALA INSTANTES DE AUDIENCIAS
10ª sala tiene lugar diez años después. Si Delitos
flagrantes se ocupaba de las catacumbas del sistema judicial, con esos
largos pasillos
oscuros por los que deambulan los detenidos esposados, 10ª sala se
ocupa de la parte visible del procedimiento judicial. Movimiento de la
oscuridad hacia la luz, entre los que hay lugares intermedios, como la
penumbra que envuelve a los procesados que vienen de prisión por
la noche, situados en un lugar lateral de la sala.
Se trata otra vez, hay que insistir como lo hace el cineasta, de encontrar
el buen lugar para filmar el trabajo de la institución. La moral
en el cine, lo sabemos desde Godard, siempre ha sido una cuestión
de logística. En 10ª sala Depardon no puede utilizar un único
plano que respete estrictamente la duración del acontecimiento.
Ese plano hubiese sido demasiado frío, demasiado impersonal. Quizás
también demasiado teatral. Depardon despedaza el espacio de la
escena utilizando dos cámaras, y asume la lógica del campo-contracampo
que había rechazado de forma tan radical en su anterior filme.
Los dos planos normalmente oponen a la juez y al encausado, aunque en
otros momentos también aparecen la fiscal o la parte civil. La
lógica del desequilibrio de poder es la misma que en el filme anterior,
pero ahora la cámara ya se otorga a sí misma el papel de
observador neutral. Los planos cortos individualizan los discursos de
los participantes, los tornan más cercanos a lo subjetivo. Lo señala
el propio Depardon: “con los primeros planos se salía de
la escucha del otro, de la neutralidad, y nos acercábamos a la
autobiografía”.
Depardon filma en 10ª sala de una forma más cercana al modelo
habitual de las películas de ficción de juicios. Del modelo
implacable (y sorprendente) de Delitos flagrantes se pasa a un modelo
más humanista (y también más rutinario). Una pérdida,
el fuerte elemento escenográfico del tribunal, que hubiera reducido
la figura juzgada a un elemento mínimo del decorado. Aquí,
como en los filmes de Jean Renoir, todo el mundo tiene sus razones. El
trabajo de Depardon consiste en que estas se escuchen, haciendo otra vez
un trabajo de sonido modélico, y que veamos los efectos que tienen
sobre el rostro. Depardon cae en algún momento a la tentación
del melodrama, como en el caso de acoso, donde parte del discurso de la
jueza se escucha con el rostro de la denunciante en primer plano.
Paradójicamente, optando por una mirada más cercana, el
filme pierde fuerza respecto a su predecesor. Delitos flagrantes retrataba
el funcionamiento de una máquina, en la que los hombres entraban
como en una cadena de montaje. 10º sala renuncia a ese carácter
global, cerrado, y propone otro diferente ya desde su título: “instantes
de audiencias”. Depardon se dedica a realizar apuntes del natural.
Ya no el movimiento total de la escena, sino micro-eventos que acontecen
dentro de ella. Por eso el filme deja el final abierto, obviando –lo
que no había hecho hasta ahora– la sentencia de varios procesados
de los que sí hemos oído el testimonio, y frustrando el
deseo de saber del espectador. Nos damos cuenta ahora, el filme no trataba
de eso, del castigo en el futuro, sino de la lucha en el presente de la
audiencia.
En todo caso, el díptico de Depardon consigue –y no es algo
menor– visualizar un mundo oculto a la tribuna pública, y
de proporcionar elementos ante los que el espectador no puede permanecer
pasivo. Ni ante los efectos de la justicia, ni ante los de su representación.
Ivan G. Ambruñeiras.
——
(1) Texto de Serge Daney publicado en un folleto editado para la presentación
de Années Déclic en Estrasburgo, 1985. Citado en SABORAUD,
F., DEPARDON, R., Depardon / Cinéma, Cahiers du Cinéma,
Parías, 1993, p. 63.
(2) Id.
(3) COMOLLI, J. L., “A propos de procès filmés. Entretien
avec Agnès Tricoire” en Images documentaires nº54, Images
de la justice, 2º trimestre 2005, París, p. 51.
SAN CLEMENTE
San Clemente es una de las obras cumbres de Raymond Depardon y una de
las mejores aproximaciones cinematográficas que se han hecho sobre
el mundo de los enfermos mentales. Parte de un punto similar al de la
histórica Titicut follies (Frederick Wiseman, 1969): un grupo de
personas que requieren una atención especial son tratadas de forma
marginal y a veces infrahumana por parte del estado. En Tititcut los enfermos
parecen reclusos de una prisión, sufriendo inquisitivos interrogatorios,
cacheos y un trato muy poco adecuado. En el centro que retrata Depardon
(San Clemente, situado en Venecia) los problemas nacen por el abandono
y la falta de recursos (4). Ambos cineastas consiguen ir más allá
del planteamiento inicial, siendo capaces de plasmar en el celuloide las
sensaciones vividas en este crudo y surreal ambiente.
El realizador francés parte también de una forma de trabajo
similar a la del norteamericano, como son las bases del cinema direct.
Sigue a una serie de personas que se encuentran en el manicomio (pacientes,
familiares, doctores) durante un tiempo determinado, registrando la acción
que lo envuelve, en principio sin intervenir en ella… pero aquí
se encuentra la principal diferencia con los orígenes del cinema
direct (años 60) y las variantes y evoluciones posteriores. Depardon,
sin reconstruir el espacio que filma, participa – inevitablemente
– en la acción, pero incluye las tomas “participativas”
en la película, las tomas que Wiseman desecharía en pro
de un tono más distante. Sin despegar la cámara de su hombro,
podemos verlo compartir un cigarrillo en el patio con un paciente (cuando
se agacha para encenderlo encuadra el codo de su interlocutor), ser mal
recibido por algunos (“¡Búscate un trabajo honesto!”,
“¡Sácame otra foto! ¡Idiota!”, recibe escobazos,
es expulsado), a veces ser saludado por los pasillos como si fuera uno
más (“¿Hola Raymond, como va todo?”), vemos
la sonidista en cuadro entre los personajes…. Consigue de esta manera
no sólo retratar de una forma directa a las personas, sino también
contar el proceso de elaboración y de relaciones que conlleva la
realización de una película. Desmitifica la observación
supuestamente neutral, la verité, para mostrar que detrás
de la cámara y el micro ha habido dos personas que han interactuado
en ése espacio.
A nivel formal sobresale su excepcional talento para llevar la cámara.
Encuadra, reencuadra, realiza movimientos perfectos, se situa en el punto
más útil de la acción donde cazar todo lo que sucede…
Un ejemplo: la larga charla de uno de los pacientes, Darío, que
trata de convencer al doctor para cambiar de centro. Detrás entran
unos médicos (dos veces) que atienden a otros pacientes, y después
un tercer paciente entra en la sala interrumpiendo poco a poco la conversación
y quejándose al doctor, tiene sueño y quiere vino. Una situación
bastante caótica. La secuencia dura 11 minutos y medio, con sólo
5 tomas, donde hay planos generales, medios, primeros planos, barridos,
precisos cambios de encuadre, de posición… Una gran capacidad
de ver – y a la vez grabar – lo más importante y hacerlo
comprensible para el espectador. Cuando el material llega a la sala de
montaje más de la mitad del trabajo está hecho. Un buen
ejemplo práctico de cómo filmar una realidad donde empiezan
a suceder hechos imprevistos. Con este savoir faire está rodado
toda la película y gran parte de su filmografía.
De esta manera construyó Depardon un referente del cine documental.
Una vuelta de tuerca más a Titicut Follies. Probablemente la siguiente
vuelta la ofreció Jordá en Monos como Becky, aportando subjetivismo,
apareciendo en cuadro, contando la historia de los pacientes y también
la suya, permitiendo que sus personajes se involucraran más en
la película. M. Martí Freixas
URGENCES
Urgences es la crónica del día a día de un hospital
de urgencias psiquiátricas en París. Al centro llegan muchos
casos diversos: un conductor de autobús que ha sufrido una crisis
nerviosa mientras conducía, un anciano que intentaba suicidarse
en las escaleras de su casa con una cuerda, una chica con manía
persecutoria, otra con delirium tremens, etc.
Depardon afrontó un reto dificil: hacer atractivo un film donde
no hay demasiada acción. Casi todas las secuencias se dan con dos
personas sentadas una enfrente de la otra en una habitación. El
interés se centra en los magníficos diálogos, en
la templada actuación de los psiquiatras y las múltiples
e inesperadas reacciones de los pacientes. El orden en que monta posteriormente
las secuencias es también un elemento clave, pues podemos ver la
chocante evolución – o involución – de algunas
personas.
Así como en San Clemente se mueve con la cámara al hombro
por todo el manicomio (caminando por los pasillos, por las salas, etc.)
en Urgences desarrolla un estilo mucho más pausado. “Desde
Urgences Depardon ha ido cuestionando la vinculación causal entre
movilidad del encuadre y libertad de la imagen. Los planos secuencia han
ido serenándose hasta la inmovilidad” (5) Esta inmovilidad
permite que resalten los diálogos, que nos fijemos en los detalles,
en los gestos y las miradas.
A menudo, los psiquiatras deben salir a buscar algún medicamento
o hacer una gestión. Entonces, el enfermo se queda en la habitación
a solas con Depardon y la sonidista,Claudine Nougaret, creando una relación
especial y rompiendo el clima anterior sin dejar de ser la misma toma.
Dos de estos curiosos momentos son comentados por el director en la larga
entrevista que se añade en los extras de la edición de Intermedio,
aunque hay más. Cuando un violento hombre (atado con una camisa
de fuerza) le pide que pare de rodar y él responde: “¿Porqué?
¿Quieres decirme algo?” y esto provoca la reflexión
del paciente “preso”, y cuando una mujer les cuenta su problema
(odia violentamente a los niños) y él gira la cámara
hacia Nougaret, embarazada.
En conjunto, Urgences es un retrato inolvidable de otro mundo crudo y
surreal como el de San Clemente, con un Depardon más maduro y con
mayor capacidad para dejar fluir las historias. M. Martí Freixas
——
(4) Miguel Marías entronca a San Clemente en una corriente ideológica
que pretendía terminar con los centros siquiátricos como
simples centros de reclusión “… films preconcebidos
bajo la corriente de moda de la antisiquiatría (…) mostrada
en los manifiestos de Marco Bellochio y sus compañeros Agosti,
Petraglia y Rulli (Matti da slegare), de Ken Loach (Family Life) o de
Depardon y Ristelhueber (San Clemente)” en un texto sobre Animación
en la sala de espera de Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Coronado
(1979-1981) que se desmarcó de esta línea.
(5) Carlos Muguiro, “La distancia, el dolor, la duración”,
retrospectiva de Depardon, Festival Punto de Vista 2005.
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