VIRNA
Y ERNESTO / CINE
LA CALLE
DAGUERRE
por Agnès Varda
Me
gusta filmar gente de verdad. No lo digo para hablar mal de los actores,
ni de su capacidad de inventar una realidad diferente, ni para minimizar
el trabajo de los que ruedan en estudio, pero nada me excita tanto como
encontrar en la vida real modelos y personajes, para filmarlos…
o no.Me gusta verlos ponerse en escena ellos mismos, escuchar cómo
hablan, observar sus gestos, sus decorados y los objetos de que se rodean.
Se podría decir que lo real hace aquí su propio cine. Se
desplazan como si se les hubiese indicado qué hacer. Para percibirlo,
basta con quedarse quieto, permanecer simplemente allí un buen
rato. (Hablo así a sabiendas: se pasa un “buen” rato
si a uno le gusta la gente y su realidad.)Una señora camina por
la vereda con varios baldes de plástico de colores. Algunos pasos
detrás la sigue un hombre que lleva bajo el brazo una enorme bandeja
de plata.¡El montaje ya está ahí!Otro día,
dos vagabundos pasean carritos llenos de bolsas de plástico y enseguida,
tras ellos, pasa una dama que, también en un carrito, pasea a un
bebé vestido como un muñeco de Michelin.En otro lugar, habla
una pareja como dos esgrimistas que se miden, aparentemente fair-play.¡En
guardia! Juego de piernas y de palabras… ¡Touché! ¡Herido!Más
lejos, un técnico realiza los gestos precisos de su oficio mientras
silba «All You Need Is Love».Otros trabajadores tienen aspecto
de extras: veo un grupo de alcantarilleros equipados como es debido, pero
sus mamelucos son color naranja, azul marino, kaki. Cruzan la calle cantando
y riendo, balanceando sus lámparas.Cualquiera hubiera dicho que
se trataba de un musical.Hay también visiones furtivas, debidas
a una puerta abierta, o a una ventana que atraviesa nuestra mirada. Una
vez caminaba lentamente por la calle y vi en la vereda de enfrente, al
fondo de un negocio abierto, una habitación mal iluminada y una
mujer que levantaba los brazos sentada en el borde de la cama. Su cuerpo
sentado de perfil estaba iluminado de frente, y a su lado, como una sombra,
se hallaba un hombre que la miraba. Era un drama. No puedo olvidar esa
imagen entrevista durante seis o siete segundos, pero poderosa como una
pintura de Hopper, o como una escena de un film norteamericano de los
años ’50.El documental establece la comunicación.Fue
así que en 1975, luego de vivir durante veinte años en la
misma calle, aprendí a ver mejor a mis vecinos comerciantes haciendo
un documental.
DAGUERRÉOTYPES
Hacia 1973, Eckart Stein, de la ZDF, me había propuesto darme “carta
blanca” para su programa más o menos marginal…..La
oportunidad de comenzar el film me la dio un mago que pegó un afiche
en el café de la esquina: anunciaba en él un espectáculo
para el sábado siguiente. Yo agité en dirección de
Mainz mi carta blanca, y ésta se convirtió en un cheque.
Reunimos nuestras reservas, la INA completó lo que faltaba. Así
nació Daguerréotypes, un film sobre los pequeños
comerciantes de mi manzana en la punta de la calle Daguerre, del lado
de la Avenida Maine, reunidos por Mr. Mystag para un espectáculo
en el café (sin aumento del precio de las consumiciones).Luego
de cuatro años de inactividad (por diversas razones, entre ellas
el nacimiento de Mathieu), volver a tomar contacto con el cine por medio
de un documental era lo mejor que me podía pasar, aún más
teniendo como tema a mis vecinos, esos que dejan sus puertas abiertas.
Era como si fuera a hacer las compras en “mis” comercios habituales,
pero con una cámara llevada por Nurith Aviv, cuyas imágenes
ya había advertido yo en un extraño film llamado Erica Minor.Rodamos
con un equipo muy pequeño. Y digo bien, pequeño. Ni Nurith,
ni Christote que hacía la dirección de producción
y la secretaría del rodaje, ni yo, pasamos del metro cincuenta
y cuatro. Ibamos y veníamos, como tres pequeños ratoncitos
que se esconden detrás de la caja de una tienda, o en un rincón
entre dos paquetes.El grupo electrógeno, comúnmente grande,
se eclipsaba luego de dar luz y el ingeniero de sonido se ocultaba también,
dejando como único rastro su percha con el micrófono. Es
decir que los negocios quedaban limpios, y los clientes podían
comportarse normalmente. Nurith, con un sentido extraordinario de los
movimientos orgánicos, pasaba de un gesto a un rostro, luego a
un objeto, o al conjunto. Yo cada tanto le murmuraba algo al oído,
pero ella se daba cuenta de lo que quería filmar.Resulta que de
pronto un tipo entra en la mercería para comprar dos botones de
camisa a veinte centavos, paga y sale de nuevo sin sonreir… y sin
echar una sola mirada a la cámara.Esa compra de dos botones era
la prueba de que nuestro método servía: discreción,
inmovilidad, escucha. Yo había agregado al reportaje algunas preguntas
como: ¿Cuáles son sus sueños?, o ¿Dónde
se conocieron?, ya que todos los comerciantes trabajaban en parejas. El
inmovilismo de ese mini-barrio tomó la forma de fotografías
filmadas. Ellos mismos se convierten, al posar hacia el final del film,
en retratos fijados en el tiempo, pero algunos cabellos se mueven, se
esboza un gesto, ¡respiran! Son daguerrotipos vibrantes. El montaje
era difícil, apasionante y largo. Sólo un poco más
tarde comprendí por qué mis vecinos me habían fascinado
tanto. Ocurrió que mientras los filmaba no me hallaba muy lejos
de ese bebé que tanto me costaba cuidar y al que no quería
abandonar.Lo que había hecho las veces de organización se
revelaba de pronto como otra cosa distinta. Por ejemplo, para no molestar
a los comerciantes, iluminábamos sus negocios colgando a nuestra
costa un gran cable eléctrico que iba de nuestra casa a lo de ellos
pasando por la ranura del buzón. Ese cable medía noventa
metros, era imposible iluminar y filmar a mayor distancia. Más
tarde pensaría a menudo en ese hilo que me había mantenido
unida a mi casa y al pequeño Mathieu. Era el cordón umbilical,
¡todavía sin cortar! Mis vecinos me intrigaban desde hacía
mucho por cierto, y ese documental me parecía necesario. Pero el
film no era solamente la gente de la calle, era también lo que
pasaba en mi interior.No creo en la inspiración que viene de afuera,
si no viene también del cuerpo y de una experiencia inmediata a
veces desprovista de ideas. Eso es lo que yo llamé “documental
subjetivo” a partir de L’Opera-Mouffe.Me parece que cuanto
más me motiva lo que filmo, más lo hago con algo que se
parece a la objetividad. Partimos de lo que sentimos y atravesamos lo
real para comunicarnos.Nadie es cineasta en su barrio, o Filmografía
de mis vecinosMi querida vecina italiana, Adelgisa A., cuya ventana, en
planta baja, daba sobre nuestro patio (cuando niña, Rosalie saltaba
por el balcón e iba a probar sus pasteles) apareció en el
pasillo de la cartomante de Cléo, entre los clientes que esperan.Mis
viejos panaderos de los años setenta, el señor y la señora
C., fueron una de las parejas de comerciantes de Daguerréotypes.
Su pequeño hijo fue el bebé de Therèse Liotard en
L’Une chante l’autre pas. En Jane B. par Agnès V.,
Henri se cubre de harina con Maurel et Lardy (Birkin y Betti). En Réponse
de femmes, Marie habla del cuerpo de las mujeres y la publicidad. Unas
palabras sobre ambos: Henri era el decano de los panaderos de París.
Me invitaron a la alcaidía cuando le dieron una medalla. Luego
Marie murió, y él cerró la panadería, a la
espera de vender el fondo de comercio. Estuvo así dos o tres años.
Como para no perder el fondo de comercio no podía cerrar el local,
exponía todos los días una docena de panes que le proveía
un colega. Los vendía él mismo en dos tandas, para permanecer
abierto mañana y tarde. Si no, se sentaba en una silla colocada
delante de la puerta lateral abierta que daba sobre el horno extinto.
Su perrazo merodeaba, esperando que volviera a entrar.Dado que mis ferreteros,
peluqueros, almaceneros, y otros vendedores minoristas habían participado
en el rodaje de Daguerréotypes, era natural que les pasara el film
en función privada antes del estreno. Aproveché el 14 de
julio (1976), día en el que se puede invadir la calle, con motivo
de un baile, por ejemplo. Esta vez fue con motivo de un film. Invité
de palabra a toda la gente del barrio para que vinieran con sus sillas.Habíamos
extendido una pantalla alquilada en el fondo de la calle que es nuestro
patio. Vinieron con sus sillas y sus cochecitos rebosantes de bebés.
El portón estaba abierto, los espectadores desbordaban sobre la
vereda y un poco sobre la calzada, protegidos por un coche atravesado.
Algunos jóvenes se sentaron incluso sobre el reborde del techo
del primer piso, con los pies balanceándose como en Grecia en verano.Proyección.
Al igual que con los pescadores de La Pointe Courte, vi claramente que
para mis vecinos el film no era otra cosa que una serie de fotos animadas
sobre la pantalla, que comentaban en voz alta: “Viste el perro de
Napoléon, oh… Gilbert… Qué feo peinado…”
etc.En concordancia con su comportamiento en la tienda, la dulce y amnésica
señora Chardon Bleu se levantó durante la proyección
y quiso salir. La sombra de su cabeza describió algunas idas y
venidas sobre la pantalla, y el señor Chardon Bleu la hizo sentarse
del mismo modo en que la hacía volver cada tarde cuando se iba.
Luego se quedó tranquila.Risas estallaban todo el tiempo. Risas
de timidez de los que se descubrían en la pantalla, risas de burla
amable. Risas porque el señor Mystag transformaba el agua en vino.
Y hubo precisamente una vuelta de vino blanco luego de la proyección,
entre ruido de sillas arrastradas o plegadas. Aun con aspecto de estar
contentos, ninguno de los espectadores de ese 14 de julio me habló
de las imágenes, del montaje o del comentario de mi film, ni de
lo que habían sentido.Sólo la señora panadera me
pidió verlo de nuevo. La llevé en coche a un cine-club en
el 17° Distrito, donde tenía lugar una función preliminar.
A pesar de la presencia de Simone Signoret, a la que adoraba, y de la
de Chris Marker, al que ignoraba, mi panadera formuló juiciosas
preguntas durante el debate y durante la vuelta en coche. Ella es la única,
entre mis vecinos y vecinas, que me habló de mis películas
entre 1951 y 1976.Hubo un solo cambio –sólo uno– entre
el antes y el después de Daguerréotypes. Habían comprendido
que el cine es un auténtico trabajo. Habían visto a Nurith
llevar la cámara de 16mm sobre sus espaldas, nos habían
visto comenzar muy temprano con la iluminación de los locales…
Antes, me tomaban por una artista algo mistificadora e inconformista.
Después, me había convertido en una trabajadora.
[Fragmento de Varda par Agnès, Éditions Cahiers du Cinéma,
Paris, 1994, pp.142-145. Traducción: Fernando La Valle.]
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